viernes, 18 de noviembre de 2011

El lado amargo de mi trabajo

Hace unos días, en el vestuario, cuando me disponía a comenzar mi jornada laboral, me encontré con el traumatólogo saliente de guardia. Le pregunté qué tal había ido la noche y me respondió que  fatal. La verdad es que debió ser así a tenor del cansancio que se reflejaba en su rostro. Luego me dijo que tuvo que atender a un chico joven (21 años) que había sufrido un accidente de tráfico mientras conducía una moto. Que, entre otras lesiones mucho más graves, tenía luxada la cadera pero que tras ímprobos esfuerzos no consiguió reducirla.

Las otras lesiones de las que hablaba eran un fortísimo golpe en el pecho y que después de una larga intervención quirúrgica, los cirujanos tuvieron que extirparle el bazo, parte del páncreas, un riñón y una glándula suprarrenal.

A media mañana, lo trajeron de la UCI al quirófano para intentar reducirle la luxación de cadera. Lo consiguieron al fin.

Cuando lo trasladábamos de nuevo a la UCI, en el pasillo nos encontramos con su familia que esperaba con impaciencia. Su padre, llorando, lo tocó suavemente en el pecho mientras avanzábamos con la cama.

Hace dos días, nos enteramos que Mariano (así se llamaba el muchacho) había muerto. Por lo visto de una insuficiencia respiratoria consecuencia del golpe en el pecho. No voy a negar que la noticia me sorprendió, creía que, pese a su gravedad, acabaría superando el trance. Evidentemente me equivoqué.

Mis compañeros y yo nos acercamos a la UCI para interesarnos por el muchacho y en ese momento estaban adecentándolo para su traslado al mortuorio. Mientras tanto, fuera en el pasillo se vivían escenas de un dolor indescriptible. Su padre y su madre, abrazados, lloraban desconsoladamente entre gritos y suspiros desgarradores. Un auténtico drama que te helaba la sangre de las venas.

Estamos preparados para enterrar a nuestros padres, pero nunca para enterrar a nuestros hijos. Sobre todo, como en este caso, cuando la muerte los arranca de nuestro lado apenas han empezado a vivir.

La traidora parca, siempre acechante e imprevisible, se cruzó en el camino de un joven fuerte y robusto arrebatándole la vida y de paso, dejando en el alma de sus padres una profundísima herida que por muchos años que pasen jamás cicatrizará.

Descansa en paz Mariano.

Marco Atilio


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3 comentarios:

eltodopoderoso dijo...

Unos padres nunca estarán preparados para enterrar a su hijo porque la ley de vida no es esa o por lo menos nosotros pensamos que no es así, pero por desgracia ay tragos en la vida que nos tocan muy de cerca ya seamos grandes o pequeños de edad.

La Picapleitos dijo...

Ese es el dolor más profundo que pueda sufrir una persona. Yo, por suerte, no lo he sufrido, pero una muy buena amiga mía perdió un hijo hace dos años, también en un accidente de tráfico, tenía 29 años. Desde entonces toda la alegría que rebosaba se trocó en una infinita tristeza que la acompaña desde aquel desafortunado suceso. Nunca lo superará, lo sé muy bien. Ni ella ni su marido.
Estos son los acontecimientos que me hacen perder la poca fe que me queda.

Legonardo de Salaria dijo...

El dolor de unos padres por la pérdida de un hijo es algo agónico e interminable, es el dolor más profundo y desgarrador que pueda sentir el alma humana, es para unos padres lo más cruel que pueda existir y un trauma del que tal vez nunca se recuperen.
Solo pido a Dios una cosa, que no nos haga pasar por ese trance .