Este artículo (basado en un accidente de moto que sufrió mi hijo David hace cinco años) es fruto de la sugerencia de un amigo mío cuyo hijo ha tenido varias caídas con una moto que le compró hace un par de años. Ahora tiene 17 y todavía (quizá por la inconsciencia que da la juventud) no ha descubierto el peligro que conlleva conducir un vehículo de esas características en donde el paragolpes es uno mismo. Quizá con este artículo le esté haciendo al hijo de mi amigo el mejor regalo de esta navidad, sobre todo si sirve para que reflexione y se conciencie de los riesgos y las consecuencias de una conducción irreflexiva, imprudente y temeraria. Lo que sigue es una historia que gracias a Dios tiene un final feliz, pero igual pudo ser otro mucho más dramático:
“Fue en el mes de la navidad, en el diciembre de hace cinco años cuando me llevé el mayor susto de mi vida hasta la fecha. Mi hijo David (que entonces tenía 17 años) había sufrido un accidente de moto. Él había salido, como todos los sábados, a divertirse con sus amigos. Aquella noche había llovido y las calles estaban, por deslizantes, más peligrosas que de costumbre. En la misma puerta de la casa de su amigo, al que acompañaba después de la fiesta, se le resbaló la rueda delantera de la moto y fue a estrellarse contra una esquina rompiéndose el casco y quedando inconsciente sobre un reguero de sangre.
Su amigo trató de incorporarlo pero era inútil, entonces se asustó y llamó a su madre que cuando vio a mi hijo inconsciente creyó que se había matado. Ella fue la que inmediatamente llamó a la ambulancia y la que, visiblemente nerviosa nos llamó a casa.
Y fue de madrugada, sobre las tres, mientras dormíamos plácidamente mi mujer y yo cuando nos despertó el timbre del teléfono. ¡Qué cosa más rara!, ¿quién llamará a estas horas? nos preguntamos mientras intuíamos que algo (y no bueno) había pasado. Era lógico, cuando suena el teléfono a las tres de la madrugada las noticias que esperas recibir no pueden ser muy positivas.
¿Dígame? contesté yo. Al otro lado del teléfono la voz entrecortada de una mujer manifiestamente nerviosa se dio a conocer como la madre del amigo de mi hijo. Con palabras atropelladas nos dijo que David había caído, que la ambulancia se lo llevaba al Centro de Salud.
Con el corazón encogido mi mujer y yo saltamos de la cama y nos vestimos a toda prisa. No habíamos terminado de hacerlo cuando otra vez sonó el teléfono. De nuevo era la madre del amigo de David: “Que no vayáis al Centro de Salud, que vayáis al hospital que es allí donde lo llevan”. Ahora sí la sangre se me heló en las venas. La cosa era más grave de lo que habíamos creído.
Los nueve kilómetros que nos separaban del hospital se hicieron interminables. No sabíamos el estado en que nos encontraríamos a nuestro hijo cuando llegáramos. Mil suposiciones se nos pasaron por la cabeza: ¿Estaba vivo? ¿Se había fracturado algún hueso? ¿Estaba muerto? Esta última idea no queríamos ni pensarla aunque he de confesar que durante unos instantes sobrevoló nuestras mentes. Lo que queríamos era llegar cuanto antes aunque también temíamos hacerlo. Lo que sí hicimos fue rezar, rezamos al Jesús en el que creemos, todo el camino hacia el hospital. Mi querida Isabel, con el rostro desencajado y las manos entrelazadas no paraba de implorar que nuestro amadísimo hijo estuviera vivo.
Llegamos al fin y descubrimos con alivio que David no estaba inconsciente aunque sí muy aturdido pero… ¿qué descubrirían las pruebas radiológicas y el TAC que se le realizaron?
Tras una noche maratoniana de nervios y de incertidumbres, a mi hijo se le diagnosticó un fuerte golpe en la cabeza y como consecuencia una fisura en el cráneo y un pequeño hematoma intracraneal que no precisó cirugía y que se reabsorbió espontáneamente. Además de todo ello tuvo múltiples contusiones por todo el cuerpo, sobre todo en la cara con una gran inflamación en el arco cigomático producto de una pequeña fisura.
Cuando pasó aquella horrible noche y empezaba a languidecer el día siguiente, con las últimas luces crepusculares trasladaron a mi hijo al Hospital Neurotraumatológico de Jaén porque a pesar de haber pasado casi 24 horas desde el accidente David seguía desorientado e inquieto. Ni que decir tiene que tanto a mi mujer como a mí mismo la intranquilidad y el desasosiego nos consumían y es que todavía no sabíamos si nuestro hijo iba a salir con bien de aquel trance. La misma inquietud y desazón que nosotros la tenía toda la familia, mi hijo Javi, sus abuelos, sus tíos, sus primos… incluso sus amigos y por supuesto su novia. Todos sufríamos en mayor o menor medida, aunque nadie lo hacía más que nosotros que éramos sus padres y la vida de nuestro querido hijo estaba en juego.
Después de 48 horas ingresado en el Neurotraumatológico y tras someterlo a diversas pruebas, se le trasladó de nuevo a su hospital de referencia donde se le dio el alta tras tres largos y angustiosos días con sus respectivas angustiosas y largas noches. De esta forma terminó aquel episodio que en este caso tuvo un final feliz pero que bien podría haber acabado en una tragedia que ni siquiera quiero pararme a pensar”.
Acontecimientos como estos lo van curtiendo a uno en el difícil arte de la vida pero también te quitan años de vivirla; y es que sustos de esta clase, de algún modo y a la larga le pasan factura a cualquiera.
De aquellas terribles horas escribí el siguiente poema que titulé “Vuestro David ha caído” y que ilustra convenientemente lo vivido por nosotros y las emociones que nos embargaban en aquellos dramáticos momentos:
Era una noche sombría,
no lució la luna clara,
noche de nubarrones
y noche desesperada.
Amargas noticias llegan,
noticias de madrugada,
noticias que cual puñales
nos sacaron de la cama.
Vuestro David ha caído,
una voz trémula hablaba,
corred hacia el hospital,
se lo lleva la ambulancia.
Las manos de mi mujer
temblorosas se agitaban
y sus fervorosos rezos
con los míos se mezclaban.
Nuestro hijo estaba herido,
su sangre se derramaba
roja sobre nuestros cuerpos,
roja sobre nuestras almas.
El tiempo pasó despacio
y la noche solitaria
entre llantos y suspiros
dejó paso a la mañana.
La muerte pasó muy cerca,
quiso Dios que resbalara
sobre el alma de David
que los ángeles guardaban.
Creí que te perderíamos,
que nunca vería tu cara,
que te arrancaban de mí,
que me enterraban el alma.
Ahora todo ha pasado,
todo se ha quedado en nada,
pero aún queda aquel susto
que nos hirió las entrañas.
Marco Atilio
2 comentarios:
Gracias a Dios todo termino bien.Nosotros también pasamos por algo parecido con mi hija y encima fue para antes de navidad, 16 días repartidos entre el Neurotraumatologico y el San juan de la Cruz y todos los sentimientos que dices solo se perciben cuando cuando los sientes en tus carnes, el que lee y no ha pasado por ese trance no lo puede ni imaginar. Soy de la opinión de que ningún padre debería de sobrevivir a sus hijos.
También yo soy de esa misma opinión. Perder a un hijo es la herida más grande que puede soportar un ser humano. Afortunadamente todo salió bien aunque por los pelos. La verdad es que tuvimos mucha suerte.
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